«El 1 de septiembre de 1730, entre las nueve y diez de la noche, la tierra se abrió de pronto cerca de Timanfaya a dos leguas de Yaiza. En la primera noche, una enorme montaña se elevó del seno de la tierra y del ápice se escapaban llamas que continuaron ardiendo durante diecinueve días. Pocos días después, un nuevo abismo se formó y un torrente de lava se precipitó sobre Timanfaya, sobre Rodeo y sobre una parte de Mancha Blanca. La lava se extendió sobre los lugares hacia el norte, al principio con tanta rapidez como el agua, pero bien pronto su velocidad se aminoró y no corría más que como la miel. Pero el 7 de septiembre una roca considerable se levantó del seno de la tierra con un ruido parecido al del trueno, y por su presión forzó la lava, que desde el principio se dirigía hacia el norte, a cambiar de camino, dirigiéndose ahora hacia el noroeste. La masa de lava llegó y destruyó en un instante los lugares de Maretas y de Santa Catalina, situados en el valle. El 11 de septiembre, la erupción se renovó con más fuerza, y la lava comenzó a correr. De Santa Catalina se precipitó sobre Mazo, incendió y cubrió toda esta aldea y siguió su camino hasta el mar, corriendo seis días seguidos con un ruido espantoso y formando verdaderas cataratas. Una gran cantidad de peces muertos sobrenadaban en la superficie del mar, viniendo a morir a la orilla. Bien pronto, todo se calmó, y la erupción pareció haber cesado completamente, pero solo fue un inciso al cataclismo que estaba por venir…»

La Ruta de Los Volcanes
Amanece en Caleta de Caballo, un pueblo costero donde el tiempo está suspendido del transcurrir de los segundos y las horas, un pueblo en el que todos los tiempos están contenidos en él; momentos en los cuales el espíritu finito comprende que está arraigado en el infinito, tiempos suspendidos junto con un silencio musical instrumentado en estas costas forjadas por el fuego, el viento y las mareas, que rugen en un litoral que, a modo de cuerdas vocales, da vida al sonido de esta isla cuyo nombre te sumerge en un mundo profundamente onírico.
Conforme avanzamos por esas tierras de lava y sal, el instante se enfrenta a la aceleración de esta vorágine actual, instantes que actúan como bisagras entre este mundo y lo que vendrá, un Lanzarote en permanente instante agazapado entre las bisagras del segundero.





Una vez intenté imaginar cómo fue el mitológico Monte Olimpo tras la apasionante lectura del libro Dioses y héroes de la antigua Grecia, un Olimpo que fue hogar de doce poderosos dioses, que, conforme avanzaba hacia Taro (puerta de entrada a Timanfaya), empezaron a coger forma dibujándose en mi imaginación. Y fue en Taro donde el dios Jano —protector de puertas, goznes, quicios y cerrojos— apareció y el que nos dio paso a una metáfora del antiguo Monte Olimpo, permitiendo nuestra entrada a unas Montañas de Fuego donde el mítico hogar de los dioses revivió con furia en mi imaginación.
Taro

La Ruta de Los Volcanes

La Ruta de Los Volcanes

La Ruta de Los Volcanes

La Ruta de Los Volcanes
Tras cruzar Taro, entramos en un mundo en el que Hefesto, dios del fuego y la nostalgia, forjó el relieve de un Timanfaya radical y extremo, donde miles de millones de litros de magma cabalgaron por las arterias de este campo de batalla llamado Timanfaya, rompiendo ante la furia del fuego, sangrando y escupiendo lava, componiendo una sinfonía perfecta de armaduras, armas y joyas en forma de volcanes, malpaíses y minerales. Seis años de guerra en los que cíclopes, gigantes y titanes batallaron sin piedad ante los doce liderados por un Zeus que, desde el Monte Timanfaya, punto preeminente del firmamento de este campo lunar, capitaneó y venció a sus enemigos, cuyos cadáveres quedaron esparcidos y petrificados en el actual y surreal relieve del Parque Nacional de Timanfaya.
Timanfaya, lo más alto entre lo más alto, en oposición al mundo de Hades, el invisible, dios morador del mundo subterráneo. El inframundo de Timanfaya, un manto de lava hermético cuyas emisiones de intenso calor nos recuerdan en este presente el terror que se desató entre los años 1730 y 1736, cuando el agresivo y sanguinario dios Ares, hijo de Zeus, orquestó la guerra bajo el mando de su poderoso padre, armado hasta los dientes por el dios Hefesto, venciendo al caos y dando paso al dios Apolo, el dios de la música, que reina en el actual silencio de un Timanfaya pacífico y dormido en los Valles de La Tranquilidad bajo el sonido hipnótico del silencio más absoluto.























Mirador de Montaña Rajada





Ruta Termesana


































































Islote de Hilario






No podía faltar uno de los más poderos de los doce en esta historia de fuego y guerra: ¡Poseidón!, el dios de los mares, de carácter violento y malhumorado, de fuerza extraordinaria y prodigiosa velocidad, golpeando de un modo incansable un litoral que contiene y delimita un Timanfaya enfriado por la furia de esta divinidad instigadora y creadora de maremotos y terremotos, con cuyo tridente hace palidecer hasta al mismísimo dios del inframundo, un Hades temeroso de ver como un frío y violento Atlántico puede resquebrajar su hermético submundo y reino de los muertos.
Tenésera





Las Malvas



Playa de La Madera

Playa de La Madera

Ruta del Litoral

Ruta del Litoral

Ruta del Litoral

Ruta del Litoral



Némesis cierra esta historia de trágico silencio y soledad. Némesis, el dios de la ¡venganza!, cuyas sigilosas sombras se ciernen día a día a lo largo de esta isla, abrazando y acariciando el temor de lo que una vez fue; artilugios y tecnología en el escondido laboratorio de Timanfaya en forma de sismógrafos intentan prevenir o anticipar una masiva huida en ese día que nuevos cíclopes, gigantes y titanes quieran reiniciar batalla y venganza ante los poderosos doce; una guerra de fuego ya olvidada y difuminada en la memoria del viejo diario del párroco de Yaiza, don Andrés Lorenzo Curbelo.

De nuevo en el calor de Caleta de Caballo, revive ante mí Morfeo, el dios de los sueños, que redibuja este sueño llamado Timanfaya, un Olimpo en vida que la diosa Afrodita, divinidad de la belleza y de la sensualidad, con el paso de los siglos, se encargó de pintar y decorar con verdadera pasión y amor este presente Timanfaya, un óleo de infinitas esporas y líquenes que, con la fuerza de mil texturas, reaviva y da vida a un campo de cenizas resultado de la más cruenta guerra que la naturaleza originó.

A Rosa y a Fermín, porque sin ellos esta historia no existiría. Mi más eterno agradecimiento al Gobierno de Canarias y a la Dirección General del Parque Nacional de Timanfaya.
Sin olvidar a mis dos guías, vigilantes y acompañantes de tan inolvidable ruta, Miguel y Germán.
Carlos Antolín